La muerte de Alfonso deja inesperadamente en primera linea de sucesión a Isabel que, como se ha visto, nunca había considerado posible esta situación. Al producirse el deceso, la infanta, que, pese a su edad, tenía claros los conflictos de poder en el reino, toma postura. Cuando el 4 de julio recibe noticias de que a su hermano le quedaban pocas horas de vida, Isabel envía una carta a las ciudades, declarando que le pertenecía el derecho de sucesión en cumplimiento del testamento de su padre,. Y el 8 de julio, tras la muerte, envía otra a los principales Concejos reiterando “ser yo la legítima heredera y derecha sucesora de estos reinos y señoríos”. En estas cartas se han apoyado algunos historiadores para decir que se proclama reina en cuanto muere su hermano. Una cosa era la proclamación en la línea de sucesión (legitimidad de origen) y otra muy distinta la declaración de posesión del poder real absoluto y de la señoría mayor de la justicia (legitimidad de ejercicio).

Con su declaración, Isabel sólo pretende colocarse en la línea sucesoria y, al tiempo, negar legitimidad para ello a Juana. Al tratarse de dos mujeres, el arreglo tradicional del matrimonio no era posible, por lo que sólo quedaba la negociación. Isabel dejó siempre clara su voluntad de reconocer a Enrique como rey, aunque reclamara que éste la reconociese como sucesora. Y siempre consideró que Juana era una víctima inocente que tenía que ser compensada adecuadamente, evitando cualquier expresión que pudiera resultar ofensiva para Juana.

Si en Castilla no hubieran podido reinar las mujeres, quien habría podido reclamar la corona hubiera sido el príncipe Fernando de Aragón, como siguiente varón de la casa Trastámara. Pero sí podían. Y eso lo tiene muy en cuenta Juan II de Aragón, que se apresura a promover matrimonio del príncipe con la infanta. Fernando acepta el 17 de julio que se comiencen las negociaciones en su nombre, pero Isabel no había dicho nada al respecto.

Volviendo a la necesidad de negociación, en esto resultó decisiva la intervención del marqués de Villena, a pesar de la oposición del arzobispo Carrillo, que veía en la propuesta de Juan II de Aragón la mejor solución al problema. El marqués, Juan Pacheco, concierta pues una entrevista en Cebreros. En realidad Pacheco no pretendía ayudar a Isabel, sino anularla totalmente, pues una vez que fuese reconocida heredera tendría que integrarse en la corte, donde sería vigilada constantemente. Enrique IV acepta la negociación. Incomprensible, se podría decir, pero hay que tener en cuenta algunos hechos previos.

Por un lado, una parte de los nobles fieles al rey deseaban la paz, aunque fuese negociada. Por otro lado, estaba el asunto de Cuellar: Enrique, ante situación tan delicada, manda venir a su esposa, confinada, como se sabe, en el castillo de Alaejos. Pero los amores de ésta con Pedro de Castilla habían dado fruto, y la reina estaba embarazada de alguien que, claramente, no era el rey. Por eso Juana decide huir saliendo por una ventana del castillo. Pero se dirige a Cuellar, señorío de Beltrán de la Cueva. Su estancia allí y su visible embarazo, convertían el deshonor del rey en un hecho real, no ya en una murmuración, lo que hizo que otros muchos nobles partidarios del rey consideraran indefendible la legitimidad de la infanta Juana, aunque todo ello no tuviese nada que ver con la situación jurídica de ésta. El suceso terminó de hundir la resistencia del rey, y llegó la negociación, avalada por la decisión favorable del nuncio papal Veneris.

El arzobispo Carrillo entregó al rey un documento1 en el que figuraban las tres condiciones necesarias: el reconocimiento de Isabel como princesa sucesora, la reconciliación de ambos hermanos, y el sometimiento de todos a la obediencia de Enrique. Un posterior acuerdo en Cadalso introdujo algunas modificaciones, aunque no se pusieron por escrito.
En una de sus cláusulas decía que Isabel se comprometía a casarse con “quien el dicho señor rey acordare y determinare, de voluntad de la dicha señora infanta…”, y será esta frase de libre voluntad la que hará fracasar los planes de Pacheco, marqués de Villena. En los planes de éste figuraba evitar a toda costa el matrimonio de Isabel con Fernando de Aragón, y casarla posteriormente con alguien que la alejara del reino. Anulada así la princesa, sería fácil anular también al rey y conseguir tantos poderes y riquezas que nadie pudiera oponérsele.

Los documentos de estos pactos de Cebreros/Cadalso se conocen habitualmente como Pacto de Guisando. En Guisando se celebró la ceremonia, pero los pactos habían sido acordados y fijados previamente. Isabel salió de Ávila el 2 de septiembre, y llegó directamente a Cebreros. Enrique fijó sus residencia en Cadalso. El 19 de septiembre de 1468. junto a los toros ibéricos, cambiaría el destino de la monarquía castellana. La ceremonia tuvo cuatro momentos claves: el primero, cuando el nuncio papal Antonio de Veneris declaró nulos todos los juramentos que anteriormente se hubieran prestado. El segundo, cuando Isabel y los que la rodeaban hicieron acatamiento del rey Enrique. El tercero, cuando éste no dejó que Isabel le besara la mano, y la abrazó, significando que se recuperaba el afecto familiar. Y el cuarto, cuando el rey dijo que, en adelante, todos tuvieran a Isabel como su “primera legítima heredera”, lo que equivalía a decir que nadie contaba ya con la legitimidad.

Los Mendoza se alejaron de la corte y marcharon a Guadalajara, porque el acuerdo dejaba sin valor a quien ellos mantenían como rehén para su lucro: la infanta Juana. Pacheco había conseguido su objetivo, y esperaba anular totalmente a la princesa a través del último paso a seguir, la aceptación de las Cortes, que deberían ser convocadas en el plazo de cuarenta días. Pero Isabel movió sus peones para evitarlo. Envió a la Chancillería de Valladolid al bachiler Fernándo Sánchez de Quirón para que convirtiera en documento público los acuerdos de Cebreros/Cadalso/Guisando y no pudiera considerarse como compromiso entre particulares. Al mismo tiempo mandó al Principado de Asturias, del que ahora era titular, al adelantado Diego Fernández Quiñones, para que tomara posesión. Y simultáneamente consiguió la adhesión del señorío de Vizcaya y de la provincia de Guipúzcoa. Cuando Pacheco se dio cuenta de que la princesa se le escapaba de las manos, quiso deshacer lo hecho en Guisando, pero se encontró con que Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa no sólo se negaron a obedecer, sino que reafirmaron su fidelidad a la princesa.Asturianos y vizcaínos tendrán, en las futuras empresas de Isabel, mucha mayor participación de la que les correspondería dada la extensión y población de sus territorios.

El marqués de Villena no iba a permanecer de brazos cruzados, e hizo que en muchas de las villas de las que, por los acuerdos de Cebreros/Guisando se habían concedido a Isabel, los corregidores, al plantear la aceptación a los respectivos Concejos, sustituyeran el nombre de Isabel por el de Juana. Por otra parte, llegó a un acuerdo con la poderosa familia de los Mendoza por el que, en el futuro, a cambio de matrimonios de los respectivos hijos, estos le cediesen la custodia de la infanta Juana. Isabel se percató de la existencia de un plan para ella cuando vio que la reina Juana no era enviada a Portugal, como figuraba en los acuerdos. Y tuvo la certeza cuando la recluyeron en Ocaña.

En los últimos meses de 1468 el condestable navarro Pierres de Peralta2, embajador de Juan II, había presentado a Isabel la propuesta de matrimonio con Fernando de Aragón. Y en noviembre, Isabel tenía decidido que ese era el matrimonio que le convenía, tanto por hablar la misma lengua como por ser ambos Trastámaras, lo que hacía que Fernando fuese el único que podía reclamar el trono de Castilla. Ambas legitimidades se unirían así. Alfonso Carrillo hizo llegar a Peralta la aceptación de la princesa, y éste le hizo entrega del acta de matrimonio ya firmada por Fernando, y de un medallón con su efigie en el que no aparecía precisamente atractivo. Isabel, por su parte, designó a sus fieles Alfonso de Cárdenas y Gonzalo Chacón para que fuesen a Aragón a negociar y firmar las condiciones. Isabel, desde este primer momento, mostraba así su deseo de ejercer como reina, no como consorte, y les hacía buscar un modo que permitiese compartir la soberanía. Estaba decidida a demostrar que las mujeres podían ser tan capaces como los hombres para las tareas de gobierno3. Además, esta decisión demuestra otra de las particularidades del carácter de Isabel: el cumplimiento, por encima de todo, de lo que consideraba su deber4.

Pero el proyecto de Pacheco era casar a Isabel con Alfonso V “el africano”5, que la llevaría con él a Portugal, y a Juana con el hijo de éste, Juan. Los embajadores del rey portugués se presentaron en Ocaña en enero de 1469 para concertar las condiciones del matrimonio, pero se encontraron con la absoluta negativa de Isabel, que se acogía a la cláusula de “libre voluntad” y les decía que sería inútil cualquier insistencia. El rey Alfonso V se dio cuenta de que lo habían utilizado, y no volvió a hablar del tema nunca más; incluso durante unos años se desentendió de los asuntos castellanos.

La respuesta de Pacheco y del manipulado rey a la negativa de la princesa fue suspender los acuerdos, estimando como desobediencia la actitud de Isabel.

En el uso castellano, el reconocimiento de un sucesor no entraba en vigor hasta que era reconocido también por las Cortes. Pero el plazo preceptivo de cuarenta días no se cumplió, porque fueron convocadas para abril de 1469, precisamente en Ocaña. Aunque se trataron asuntos de importancia, como la renovación del tratado franco-castellano, sólo asistieron las 16 ciudades que tenían derecho al voto (no hay una explicación para tan gran ausencia), y fueron disueltas sin prestar el juramento requerido.

Aunque algunos historiadores siguen insistiendo en que la que rompió los acuerdos fue Isabel, no hay duda de lo contrario. Por un lado, habían pasado siete meses sin que las Cortes los hubieran jurado y, lo que es definitivo, éstas habían sido disueltas sin tomar una decisión sobre el asunto, pese a ser el más importante trámite. Por otro, no se había producido la entrega de las villas a que obligaba el documento. Y, en tercer lugar, tampoco se había alejado a la reina Juana de la corte enviándola a Portugal, como también se especificaba. Por el contrario. Isabel había hecho uso de su derecho de “libre voluntad” para no aceptar un marido que le propusieran, lo cual no significaba desobediencia. Ante todas estas cosas, para Isabel la huida de Ocaña se presentaba como una opción a considerar.

Entre tanto, el embajador aragonés y el arzobispo Carrillo iban convenciendo a importantes personajes castellanos, como el duque de Medina Sidonia, de las bondades del matrimonio con Fernando. Peralta incluso llegó a entrevistarse con el nuncio papal Veneris, consiguiendo su colaboración entusiasta, aunque en Roma ya había prosperado la propuesta de dispensa para el matrimonio de Isabel con Alfonso V de Portugal. E incluso propuso a Juan Pacheco el matrimonio de su hija Beatriz con un primo de Fernando, Enrique Fortuna, lo que en realidad sólo sirvió para alarmar a Pacheco.

El 7 de marzo firmaba Fernando las capitulaciones secretas, en las que Juan II, que había nombrado a su hijo rey de Sicilia, concedía a su futura nuera los señoríos de Borja, Magallón, Crevillente, Siracusa y Catania, así como 100.000 florines de oro de la Cámara Reginal de Sicilia, y dejaba claro el apoyo del reino de Aragón al matrimonio, lo que constituía una fuerza más que sobresaliente sobre la que cualquier bando pudiera reunir en Castilla. Fernando aceptaba, así mismo, la condición de Isabel de que Enrique IV tenía que ser reconocido como rey de Castilla. Sorprendentemente, la poderosa familia de los Mendoza, por oponerse al marqués de Villena, hizo llegar a los enviados aragoneses su aceptación del matrimonio entre Fernando e Isabel, lo que pareció mostrar que la mayoría de los grandes de Castilla al menos no se opondrían a ello.

La cancillería de Aragón fue también la que se encargó de presentar al papa la petición de dispensa por parentesco que, aunque lejano, existía. Se unían a esta petición los informes del nuncio Veneris, que consiguieron que el Vaticano considerara legítimos los acuerdos de Guisando, aunque la decisión sobre la dispensa se dilató en el tiempo. Los príncipes no tuvieron en cuenta esta dilación, y prepararon el matrimonio. Debía celebrarse en Castilla, por lo que había que realizar dos operaciones arriesgadas: traer al novio (por territorio que podía ser hostil) y sacar a la novia de Ocaña.

La ocasión para la segunda surgió cuando Enrique IV se trasladó, y con él la corte, a Andalucía para restablecer el orden. Isabel dio “el salto de Ocaña”. Pretextando la necesidad de celebrar honras fúnebres por su hermano, de cuya muerte pronto se cumpliría un año, salió con destino a Arévalo, acompañada por el séquito y las damas de vigilancia que Enrique había puesto a su alrededor, séquito y damas que desaparecieron en cuanto les llegaron noticias de que los caminos estaban llenos de hombres armados. No obstante, le llegó la noticia de que Álvaro de Stúñiga, a quien el rey había concedido el señorío despojando a la reina Isabel, se había adelantado y ocupado la villa, por lo que Isabel se desvió hacia Madrigal, quedando definitivamente separada de su madre.

En Madrigal aparecieron los embajadores franceses para proponerle el matrimonio con el duque de Guyena. La respuesta fue la misma que a Alfonso V.

Protegida por las fuerzas de Alfonso Carrillo, fue de Madrigal a Valladolid, donde hizo entrada solemne el 30 de agosto de 1469. Desde Valladolid escribió una carta al rey explicándole su decisión y alabando la figura de Fernando, de quien afirmó que reconocía como rey de Castilla a Enrique, con lo que todo dejó de ser un secreto.

Alfonso de Palencia (posterior cronista de estos hechos) y Gutierre de Cárdenas fueron los encargados de traer a Fernando, lo que, tras ser levantado el secreto, se convertía en una operación de alto riesgo por la oposición de Villena y sus partidarios, y la del mismo rey. Fernando tenía entonces 17 años (recordemos que era un año más joven que Isabel), edad en la que ya un niño era hombre. Incluso habia tenido tiempo de engendrar dos hijos bastardos, Alfonso y Juana.

Alfonso de Palencia tuvo noticia de que el obispo de Burgo de Osma se había declarado contrario a Isabel, y de que el duque de Medinaceli había mandado guarnecer los caminos con soldados para evitar el paso a Zaragoza. Por ello pidió a Carrillo una escolta de 200 lanzas (unos 600 hombres). Pasaron, y llegaron a Zaragoza. Allí, Juan II elaboró un plan: anunció que iba a salir una embajada aragonesa hacia Castilla para negociaciones que interesaban a ambos reinos, y, disfrazados como criados de la escolta, con la embajada viajarían Fernando, Alonso y Gutierre. La comitiva salió de Zaragoza el 5 de octubre, y llegó a Dueñas el 9, sin tropiezo alguno. Isabel envió nueva carta a su hermano anunciándole la presencia de Fernando en territorio castellano. Enrique no había contestado a la anterior y tampoco contestó a ésta, por que Isabel supuso la aceptación pasiva.

El sábado 14 de octubre Fernando viaja de Dueñas a Valladolid para conocer a la novia. Como Isabel no lo había visto nunca, Gutierre de Cárdenas debió indicarle quien era, señalándolo y diciendo dos palabras “ese es”. En recuerdo de este momento, la reina mandaría grabar en su escudo dos eses. Ese día celebraron los desposorios y se entregaron nuevos regalos.

El miércoles 18 Fernando prestó juramento público de leyes, fueros, cartas y privilegios de Castilla, como igual hubiera hecho un heredero directo, e inmediatamente después se celebró la boda (“se pronunciaron las palabras de presente que hacen matrimonio”), separándose los contrayentes hasta el día siguiente, en que se celebró la misa en la iglesia de Santa María la Mayor6. Ese día se consumó el matrimonio, y volvieron a ser respetadas las costumbres castellanas exhibiendo al día siguiente la sábana nupcial. En ningún momento de estos días ceremoniales hizo nadie acusaciones o dudas sobre la validez del matrimonio.

Una nueva carta al rey, sin cuya dispensa se había celebrado el matrimonio, tuvo una vaga respuesta de aquel, en la que aplaba su decisión hasta consultarla con el marqués de Villena.
Entre los partidarios de Isabel comenzaron las disensiones. Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo como se ha dicho, pensaba ser para los príncipes lo que Álvaro de Luna había sido para Juan II o Juan Pacheco para Enrique IV, pero Fernando cortó su pretensión, indicando que él no sería gobernado por nadie7. Esta firmeza la tuvo incluso con su padre, Juan II, al que indicó que no debía interceder ante el papa para que concediera la dispensa para el matrimonio, porque eso lo tenía ya él bajo control. A la tenacidad de Isabel se unía la de Fernando. El arzobispo se encontró frustrado en sus aspiraciones y recurrió a Juan II sin resultado.

El 22 de octubre reunieron los príncipes Consejo por primera vez. Se conocen dos decisiones: enviar procuradores al rey para solicitar su aprobación, y constituir un ejército de 1000 lanzas que se costearía con las rentas de los señoríos que Juan II había donado a Isabel8. Pese a estas precauciones, la actitud de los príncipes era elevarse sobre las banderías de Castilla, para lo que necesitarían paciencia y prudencia, las dos cualidades que sobresalían en el carácter de Fernando.

Mientras tanto, Juan Pacheco continuaba con su obsesión de anular a Isabel, y concibió el proyecto de casar a la infanta Juana, de 7 años, con el pretendiente francés que había buscado para Isabel, el duque de Guyena. Bastaba con hacer algo en lo que tenía mucha experiencia: cambiar el nombre de Isabel por el de Juana en el documento matrimonial. Para ello entra en negociaciones con los Mendoza para que estos cedan sus valiosos rehenes, la reina Juana y la infanta Juana, a cambio del ducado de Guadalajara. Una segunda parte de su actuación fue repartir los títulos y grandezas del reino a los que consideraba con mayor garantía entre los de su bando, como el señorío de Vizcaya al conde de Haro, guardando para sí importantes compensaciones.

Los meses del verano de 1470 marcan el peor momento en el camino de los príncipes Isabel y Fernando, porque, al compromiso matrimonial de Juana con el francés, se une que los soldados del conde de Benavente habían tomado Valladolid, obligando a los príncipes a refugiarse en Ávila, donde Gonzalo Chacón garantizaba la fidelidad. También se habían perdido las rentas castellanas. La necesidad era absoluta y el desanimo cundía entre sus partidarios, incluido el rey Juan II, que, unilateralmente, ofreció negociaciones a Juan Pacheco, negociaciones rechazadas terminantemente por Isabel.

No obstante, hubo dos buenas noticias. Asturias seguía siendo fiel, y Vizcaya rechazaba la persona del conde de Haro y seguía también al lado de Fernando e Isabel.

En octubre nació la primera hija de los RR.CC, a la que se puso por nombre Isabel. Y también en octubre, el 26, tuvo lugar en Val de Lozoya la culminación de los proyectos de Pacheco, en un acto en el que se desheredaba a Isabel, se declaraban nulos los acuerdos de Guisando y se declaraba heredera a Juana, de 8 años. Al final del acto el cardenal de Albi efectuó los desposorios de ésta con el duque de Guyena, aunque nunca se confirmaron después.  Este acto no acabó en guerra civil por la firme voluntad de Fernando e Isabel de mantener su legitimidad, lo que excluía la rebelión contra su rey natural. Pero sí redactaron un manifiesto el 21 de marzo dirigido al marqués de Villena y a la reina Juana (aunque nominalmente figurara el rey) de querer dar al reino “cobre por oro, hierro por plata y ajena heredera por legítima sucesora”.

NOTAS

1) Que no se ha conservado, pero que es citado posteriormente.

2) Juan II también era por entonces rey de Navarra.

3) Las anteriores reinas (Berenguela Juana Manuel o María la hija de Enrique III -caso especial fue Urraca-) se habían limitado a ser transmisoras a hijos o maridos de la legitimidad que ostentaban.

4) ) Isabel decidió desde el principio que la unión conyugal sin fisuras era garantía de estabilidad de la corona, y procuró siempre conseguirla. Las muestras de aprecio personal hacia Fernando fueron cada vez más frecuentes.

5) Los otros pretendientes eran el duque de Gloucester (futuro Ricardo III de Inglaterra) y el duque de Guyena, hermano de Luis XI de Francia. Todos ellos llevarían lejos a Isabel, y se habría acabado el problema.

6) Prácticamente destruida cien años más tarde para construir en su lugar la actual catedral.

7) En adelante, sólo tendría colaboradores. Se habían acabado los validos.

8) Los príncipes adoptaron desde el primer momento el título de Alteza. El de Majestad sería introducido por Carlos I para él y sus descendientes.