Evidentemente, se trata de otro libro para contrarrestar la Leyenda Negra, o los “prejuicios antiespañoles”, como otro autor la ha definido. Pero se aborda de una manera distinta, reforzando el contenido con numerosos cuadros esquemáticos —más de setenta— e imágenes que ayudan a fijar mejor las ideas-fuerza que los textos exponen.
Los datos que se incluyen son eso, datos, no alegaciones a tonos rosados ni áureos. Y ya se sabe aquello latino de “contra facta non sunt argumenta”.
En un primer capítulo se habla de los orígenes del término y el concepto de Leyenda Negra, y de cómo va evolucionando desde su estructura, llamémosle social, en Italia, a la religiosa del protestantismo contra la España representante de la idea católica, para transformarse después en argumento político-religioso de los separatistas flamencos, y terminar siendo la excusa de otras naciones para basar su surgimiento como tales en el enfrentamiento contra el Imperio dominante.
En el segundo capítulo entramos ya en la historia comparada, porque basta echar un vistazo a los entornos europeos de la época para ver que todos los poderosos estaban inmersos en los mismos defectos de los que acusan a Felipe II, siendo, además, falsas en su mayor parte, las acusaciones que se lanzan contra el rey de España. La única que aún perdura es la de parricida, y tan sólo por el éxito de teatral del drama de Schiller, “Dom Carlos”, o el de la ópera de Verdi del mismo nombre.
En este capítulo está implícita la esencia total del libro y de la idea anti Leyenda Negra: los españoles no somos peores que los que nos acusan, aunque, en muchas ocasiones, sí que hemos sabido hacerlo mejor. La naturaleza humana es la misma para todos. Sólo la certeza de una idea modifica los actos de unos y otros. Los resultados de esos actos son los que hay que considerar.
Pasemos al capítulo tercero, donde se abordan las acusaciones de crueldad e intolerancia (por cierto, término que no existía en los siglos XVI y XVII), por sí mismos, y aplicados a esa especie de percha de todos los palos que los ignorantes asignan a la Inquisición. No a la Inquisición como institución, porque con igual nombre o con otro existió en todos los países, sino a la Inquisición Española. Si no lleva el adjetivo no es considerada peligro, y ni siquiera Inquisición.
Al igual que en el capítulo de Felipe II no se trata de una historia de Felipe II, aquí no se trata de una historia de la Inquisición, sino de rebatir las falsedades que sobre ella se han dicho, y procurar que se pierda esa idea de que fue un instrumento de terror, fomentada por foráneos que fueron mucho más expertos en el tema, y por ignorantes elevados a concejales de cultura actuales que construyen unos museos de la Inquisición llenos de suplicios que nunca se utilizaron…en la Inquisición. En los poderes seculares, sí.
El tercer capítulo es, en parte, escudo defensivo, pero también espada de contraataque. A los negrolegendarios no les basta con hacernos súbditos pasivos de reyes abyectos, sino que además intenta explicar que eso es porque hemos sido unos inútiles, lerdos e incapaces de hacer algo práctico, tanto en la vida como en la ciencia y el arte. ¡Y hasta ahí podíamos llegar! Tras la defensa, la reacción, con el reflejo de lo que fuimos en el campo de la ciencia, la arquitectura, la medicina, la mecánica, la minería, el derecho, la filosofía, la náutica y la exploración, con asuntos tan sin importancia como la primera vuelta al mundo, el descubrimiento del océano Pacífico y su constitución en el “lago español” durante más de trescientos años, la expedición de leyes justas que, ciertamente, no evitaron que hubieran delincuentes, como ahora, pero que fueron la base del derecho indiano, la creación de la primera moneda global que sirvió de recurso a China y de primer elemento de cambio a los rebeldes americanos sublevados contra Inglaterra, y la transposición íntegra de unos valores culturales y religiosos a más de treinta millones de habitantes de la época. Evidentemente, lo de inútiles e ineficaces no parece que cuadre con esos tres siglos de la España de las dos orillas. Y no será porque los demás no intentaron que dejara de existir.
El cuarto capítulo se sumerge en otro de los temas manidos: el del genocidio americano. No vamos dedicar ahora muchas líneas a ello. Baste con usar un poco la razón, cosa que en esta nuestra época parece que no se desarrolla demasiado. Si se pretendía eliminar a los indígenas, como los anglosajones hicieron en América del Norte, Nueva Zelanda o Australia, ¿para qué esforzarse en construir hospitales que los curaran, como se hace desde el primer momento? ¿Para qué esforzarse en aprender las lenguas indígenas, estructurarlas en gramáticas y mantener su uso hasta el mismo momento en que dejaron de ser provincias de España? ¿Para qué hacer nobles a personajes indígenas o, lo que es peor para los puristas puritanos (valga la redundancia), mezclarse con ellos en mestizaje? ¿Para qué construir universidades y colegios a los que esos indígenas tenían acceso? Para qué, para qué, para qué… muchos paraqués que dejan inútiles las acusaciones, salvo para los ciegos negrolegendarios o interesados en la división de una nación que llegó desde Tierra del Fuego a Alaska y que, de mantenerse unida, podía ser una de las potencias actuales.
Y un quinto capítulo se dedica a esa ilusionante idea de la Hispanidad que surge en el mundo moderno y que, a pesar del encenagado social actual, va resurgiendo con fuerza como una tarea común y atractiva.
Todo esto lo tendrá en este libro. De usted depende luego lo que haga con él y con su contenido. Espero verle en algunas de las futuras presentaciones.
Alfredo Vílchez