El pasado 30 de mayo Rubén Amón publica en El Confidencial su comentario al libro “el Cid, vida y leyenda de un mercenario medieval”, de la británica Nora Berend. No he tenido oportunidad de leer la obra, pero quiero decir algo sobre el análisis del periodista.
Encabeza su artículo con la frase “Un ensayo clarividente que no va a gustarle a Santiago Abascal”, y en estas palabras está reflejada ya su tendencia de aplicar ideas presentes a sucesos de otras épocas, justo lo contrario a lo que se debe hacer. Pero el señor Amón ya tiene encasillado a Abascal como franquista, y por ello tiene cierto que no le va a gustar lo que escriba, para lo que, a continuación apostilla “Nora Berend despoja al Díaz de Vivar —“al Díaz”, en plan despectivo coleguilla— de la manipulación franquista…”, como si el Cid no hubiera sido estimado un personaje importante de la Historia de España durante nueve siglos, y sólo importase la utilización franquista del personaje, cosa que, por cierto, también hace él, utilizando su valoración negativa para darle en la cara al líder de Vox.
Y, además, utiliza el adjetivo “clarividente” para justificar su comentario, una clarividencia que no es novedad, porque, desde que Reinhart Dozy, en el siglo XIX, comenzó a ver sólo lo malo en el personaje histórico, han sido muchos sus seguidores en el ámbito académico.
Muestra su despropósito cuando nos aclara que la señora Berend “encuentra más razones para reconstruir la Historia medieval que para documentar —imposible hacerlo (nos aclara)—los hechos probados del héroe”, como si no hubiera fuentes suficientes, e incluso, periodísticamente hablando, como si no fuera un oxímoron afirmar que no se pueden documentar…”los hechos probados”, como dice. Pero cuando riza el rizo es cuando acusa a Menéndez Pidal de “haber mitificado y manipulado la memoria de El Cid” y de que “podría removerse en su tumba”, como si don Ramón fuera un falsario, en vez de un investigador respetado por todos… menos por el sr. Amón, al parecer.
Por ello no merece la pena seguir hablando de este triste artículo, y sí poner algunos datos que den una muestra exacta de un personaje que cualquier país quisiera tener en sus antecedentes históricos.
Rodrigo Díaz fue siempre un vasallo leal, de su rey Sancho, primero, y de su sucesor Alfonso, después. Tras su primer destierro, se vio forzado a vivir por su cuenta “fasta que ovieren ganado señor e ganado pan”, dicen las fuentes jurídicas del momento, respecto a los desterrados. Y este
ganarse el pan suponía mantener también a los vasallos que se desterraban con él, aunque tenían la posibilidad de no hacerlo. Buscó poner su numerosa hueste al servicio de cristianos, como los condes de Barcelona, pero éstos no lo consideraron conveniente, por lo que fue acogido por Al-Muqtadir, rey de Zaragoza, y mantenido luego por su sucesor Al-Mutamin. Como mercenario, sí, pero entonces aquello era normal, y no puede dársele la connotación negativa actual. Lo habían hecho, por poner un ejemplo, los condes leoneses que se oponían a Ramiro III, participando en las aceifas de Almanzor contra el reino leonés en el 977.
A pesar de que en el segundo destierro el rey mandó confiscar todos sus bienes y poner en prisión a su familia, su lealtad a Alfonso le llevó a renunciar a su fama y abundante fuente de ingresos al servicio de Zaragoza, cuando la continuación de esa situación suponía enfrentarse con su rey, que reclamaba parias a estos musulmanes. Y, posteriormente, al conquistar Valencia, lo hace en nombre de Alfonso VI, cuando le hubiera sido fácil crear y mantener su propio señorío, porque su hueste era el mejor ejército del momento.
Rodrigo Díaz fue un caudillo, señor de vasallos, general, o como quieran llamarle, nunca vencido. Ni por el rey de Aragón, Sancho Ramírez; ni por el conde de Barcelona Berenguer Ramón II, ni por la oleada almorávide que se llevó por delante, en Sagrajas, al ejército real de Alfonso VI, pero que fue detenida en la Valencia del Cid. Siempre en primera línea, siempre justo en el reparto de los beneficios de sus campañas —necesarias para ese “ganarse el pan” que dijimos— resultó un aglutinante fundamental en una hueste que confiaba plenamente en él, que se fue conformando como la fuerza bélica más eficaz del momento, y que le resultó fiel incluso después de su muerte, porque fue doña Jimena, con el apoyo inquebrantable de las mesnadas cidianas, la que defendió Valencia frente a los almorávides durante los dos años posteriores a la muerte de Rodrigo. Por algo sería.
De la importancia del Cid dan fe tres hechos.
Uno: Alfonso VI, que en sus desgracias frente a los almorávides tenía por seguro el flanco valenciano de su reino porque allí estaba Rodrigo, cuando acude con su ejército a socorrer Valencia, defendida por Jimena como hemos dicho, ofrece el señorío valenciano a cualquiera de sus magnates que quisiera defenderlo. Todos ellos rechazan su ofrecimiento.
Dos: el sobrenombre de Cid (Sidi, señor) se lo pusieron los musulmanes. El cronista Ibn Bassam, en su obra “Al-Djazira…” (1109), dice respecto a Rodrigo: “Con todo esta calamidad (Rodrigo) de su época, por su ansia de gloria, por la prudente firmeza de su carácter y por su valor heroico, era uno de los milagros de su Dios…La victoria seguía siempre la bandera de Rodrigo, que Dios lo maldiga, triunfando sobre los bárbaros (los cristianos)… deshaciendo sus ejércitos, y dando muerte con unos pocos guerreros a los numerosos soldados de aquellos”.
Tres. Cuarenta o cincuenta años después de la muerte del Cid, un juglar piensa que la figura y los hechos de Rodrigo están en la mente de todos, y decide componer un poema de más de tres mil versos para que, recitándolo de lugar en lugar, sea beneficioso para su bolsa. Un análisis financiero propio de un empresario, que ve la importancia de sacar provecho de la consideración positiva popular mantenida en el tiempo.
Bastarían estos tres ejes para considerar a Rodrigo Díaz una figura clave para la historia de un país que, por supuesto, no es el de la señora Nora Berend. ¿El suyo sí, sr. Amón?